La ermita de San Juan acoge en marzo una muesta del pintor ubriqueño
© Por Pedro Bohórquez Gutiérrez
Desde el pasado viernes y durante todo el mes de marzo, el pintor ubriqueño José Antonio Martel Guerrero expone en la antigua Ermita de San Juan de Letrán. La muestra abarca treinta y un cuadros, óleos sobre lienzo –a excepción de una tabla- de diverso formato. La variedad temática y un dominio de los recursos del oficio son los aspectos que en una primera visión se imponen al espectador de esta muestra, en la que –tras más de quince años sin exponer formalmente-, Martel ofrece una selección que procura un deleitable e interesante recorrido por un amplio tramo de una trayectoria que no ha cesado de ofrecer frutos maduros. Una selección que bien podría denominarse antológica no sólo por la representatividad de su particular y reconocible universo de forma, luz y color, sino por la calidad y excelencia de las obras que la configuran. Interiores hogareños, retratos, paisaje urbano bullicioso, rincones de paz en pueblos encalados, los sucesivos estudios del pintor y el agreste bucolismo de los paisajes de la sierra gaditana son objeto de la mirada atenta, penetrante y sensible de un pintor que parece afrontar cada cuadro como un reto único e irrepetible. Esta variedad temática de la pintura de José Antonio Martel es la consecuencia más visible de un arte decidido a nutrirse de la realidad en su plural, extensa e inagotable riqueza. La otra consecuencia –y así lo patentiza la selección- es la profunda y radical originalidad de una pintura situada por su propia naturaleza, sin deliberación, al margen de concepciones impuestas por las modas y por una mal entendida modernidad. La de Martel es una pintura que parece nutrirse de sus inclinaciones temperamentales y de un moroso y atento conocimiento de la pintura clásica, que le han llevado a insertarte en una tradición realista donde conviven el modelo de los grandes maestros –Velázquez, Goya- con el ejemplo de otros notables menores, como el puertorrealeño afrancesado Pierre Matheu. En este sentido, cabe insertar la pintura de Martel, formado en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla en los ochenta, dentro de una no bien definida escuela ubriqueña, surgida en los 50 del siglo pasado y desarrollada a la largo de más cincuenta años bajo la impronta de la influencia de Matheu y a la que nuestro pintor aporta, desde sus comienzos, la singularidad de un estilo inconfundible por tener sello propio.
Repare el espectador como homenaje a este estilo y a esta escuela en uno de los lienzos que pueden verse -con la Iglesia de Benaocaz como motivo- ejecutado con técnica mixta de espátula y pincel. Los cuadros expuestos, por otra parte, son representativos de la apuesta de José Antonio Martel por la intemporalidad clásica de raigambre realista con ramificaciones impresionistas.
La pintura del artista ubriqueño -que actualmente profesa la docencia en el IES Las Cumbres de Ubrique y reside en Benaocaz- se atreve, por tanto, con la representación de lo vivo cercano. No rehúye ni teme temas directamente sacados de la vida cotidiana, escenas que bordean arriesgadamente -sin caer en el tópico- lo costumbrista, instantes de la vida familiar y hogareña, el amigo y el paisaje que lo circundan. Martel sale airoso ante el reto de plasmar en sus lienzos lo próximo sin incurrir en lo tópico ni en la estampa porque rescata esas instantáneas de lo cotidiano de la contingencia de lo anecdótico y trivial, para situarlo en otro plano, el de la permanencia y durabilidad, en una aspiración a cumplir el imperativo de cualquier tentativa artística que se precie: vencer el tiempo.
La libertad que preside el quehacer pictórico de José Antonio Martel, alejado de la obsesión por una imposible originalidad esclavizante, se manifiesta, como decía, en la elección de sus temas. Valga un ejemplo: un lienzo de gran formato donde recoge una escena de la celebración del Día de la Cruz en Ubrique. Se trata de una fiesta singular donde se quema la raíz del clásico asfodelo (vulgarmente, gamón), que según la mitología griega tapizaba la entrada a los Campos Elíseos, y que el día 3 de mayo en Ubrique se «cruje» (se golpea sobre una superficie dura) produciendo una suerte de explosión. El cuadro representa a un grupo de niños en torno a un fuego nocturno, entregados a tan inocente como ancestral ritual que la tradición ha mantenido en Ubrique por no se sabe qué misteriosos caminos. El artista no ha eludido un motivo difícil más propio de los intereses y curiosidades de la Antropología y lo ha resuelto en un cuadro que transmite un misterio que es inversamente proporcional al conocimiento que el contemplador de la pintura tenga de esa tradición. Conozca éste, o no, sus claves para desentrañar «el argumento» del gran lienzo –y este es el caso del espectador no ubriqueño-, el resultado, sin embargo, nos evoca en su resolución y factura uno de esos cuadros para tapices de Goya, que hoy podemos contemplar con emoción estética, a pesar de lo muy ajenos y aparentemente alejados que podamos estar de los usos y costumbres populares dieciochescos.
Pero esa libertad del pintor no se plasma sólo en la elección, desprejuiciada y al margen de las modas, de los motivos de su obra. También la técnica y la ejecución de las pinturas corroboran la libertad creativa en la que se mueve Martel. El dominio técnico, la pincelada segura, la consecución de una atmósfera son logros que se manifiestan en mayor o menor grado en cada uno de los cuadros con independencia de su ambición y tamaño, o de la fecha en que fue realizado –una franja temporal que se abarca las dos últimas décadas-. Cada obra encierra su propio acierto y perfección, de ahí que la disposición de la exposición no se ajusta a criterios cronológicos o a hipotéticas y más que problemáticas líneas de evolución.
Cada cuadro, más allá de su variedad estilística, puede verse como fruto maduro de un quehacer cuyo sentido se nos revela según se va haciendo, pues es la suya una obra que brota del manantial del trabajo gustoso -como quería Juan Ramón Jiménez-, forjado en silencio y concentrado en su propio proceso; felizmente indiferente a los escaparates de la moda y de la fama.
La madurez temprana de Martel –un pintor que se adentra en la posesión de su mundo con paso firme- es incompatible con la permanencia en una fórmula, como parece atestiguar esta muestra. Cada cuadro se explica por sí mismo y en cada uno encuentra el artista el tratamiento que la parcela de la realidad representada y la intención de la obra requieren. Ahí está como ejemplo-y el aficionado que visite la muestra que se abre en San Juan de Letrán durante este mes de marzo podrá constatarlo- lo más reciente de su producción: pintura de paisaje, de arroyos corriendo –transparencia y espuma-, de caminos anegados que se pierden en la bruma invernal, blanca y amarilla; que pueden ser de cualquier parte y de ninguna, y donde lo imperecedero y fugaz de la naturaleza han quedado fijados para siempre. Paisajes de la sierra inmediata, pero también de un sueño de belleza melancólica, encuentran cauce de expresión en la sutilidad de una pincelada capaz de captar las transparencias del agua en movimiento y las opacidades lechosas de la niebla. Un paisaje donde cualquiera puede reconocer un estado del alma.
diario de ubrique http://www.elperiodicodeubrique.com/modules.php?name=News&file=article&sid=4583