POR ANTONIO GARCÍA BARBEITO
Actualizado Lunes , 03-05-10 a las 14 : 02
Sabe que lleva a Dios posado en el hombro izquierdo cuando sale al campo, a su sierra. Y sabe que no sólo no lo abandonará sino que se entretendrá en hablarle con un lenguaje de luces —de atmósferas dice él— con el que nombra sus obras. Es un salteador de paisajes que no desaprovecha la desnudez del lirio ni el solaz sangrante de la amapola, la eterna huida del agua entre las piedras o el deslumbre de la cal cien veces hecha piel sobre las casas. Es el capitán de una partía de siete que se echan a los caminos para robarlo todo: los siete colores con los que se trae el campo en el bolsillo del lienzo, collares de luz de la tarde, anillos de sol de la mañana, gargantillas del lubricán de la sierra…
En su quehacer eremítico de la inviolable Orden de la Libertad Artística, el pintor sale todas las mañanas al campo, se pone frente a la propiedad de la mirada y va encerrando milagros en el leve oleaje de la pintura rizada con la espátula, como quien le untara un poco de Dios a cada trazo. Nada apetece que no sea la vida sencilla, el cercano calor de los íntimos, la soledad de saberse acompañado de invisibles criaturas de viento y luz, sonidos y olores —«¡Necesito pintar el olor!», me dice— que antes de llegar al lienzo han pasado por su noble sangre, por el alambique milagroso que el artista lleva dentro. Huelen tus almendros, querido amigo; y suena en tu trazo el agua que corre creando música en la roca redondeada por sus manos de siglos, y calla la piedra cuando la levantas como la gran catedral que te sugiere, altísimo árbol donde anida el águila y los vientos atrevidos se hacen al vértigo del vacío… Sí, amigo: tu pintura eres tú más allá de ti mismo, que si a veces la abandonas para volver a crearla, a veces ella se te rebela y te sorprende, se va de ti para volver hecha más tuya. Estás todo tú tocado de espátulas en ese oleaje del óleo —mar vertical donde creas tus mundos— que se mueve como se mueve el tiempo en las hojas del árbol.
Mientras Ubrique —nido de blancores alados— juega a hacer milagros con la piel en la cuna que le propician los brazos de la sierra, tú escapas de un blancor para irte a otro que de pronto se te torna rojo, verde, amarillo, violeta, azul, transparente… Dios va contigo, lo sé, amigo. Nunca pintas solo; alguien te baja desde el corazón a la mano para que escribas el evangelio de la luz, querido, admirado Antonio Rodríguez Agüera…
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